Hasta hace poco mi partido tenía una ventaja de casi veinte puntos según las encuestas. La mayoría de la población, incluyendo a muchos de nuestros adversarios, daban por hecho que ya la victoria nos pertenecía y comenzábamos a celebrarlo. Y justo entonces me acusan a mí, personalmente, de haber ordenado durante la guerra la tortura y el asesinato de más de un millar de mis antiguos combatientes y colaboradores.
Esa denuncia es muy grave y ha comenzado a provocar crecientes ataques de mis enemigos, pero también distanciamientos de nuestros simpatizantes y suspicacias en nuestras propias filas. No hay día ni hora en que no se pregunte por aquellos muertos y por sus tumbas. Los veinte puntos de ventaja de mi partido se evaporaron de pronto como por arte de magia; sospecho incluso que algunos miembros de mi plana mayor, aunque todavía no lo digan abiertamente, han comenzado a responsabilizarme por esa pérdida.
De hecho, los estrategas de nuestra campaña me han borrado de los spots, de los afiches y los discursos; es más, me da la impresión de que mi propio compañero de fórmula y sus amigos huyen de mí como de la peste y parecen haber olvidado hasta mi nombre. Lo que debo hacer entonces ante el país entero, y con la frente en alto, es aclarar lo que sucedió con aquellas ejecuciones sumarias, y demandar a los calumniadores ante los tribunales competentes.
Porque esas más de mil ejecuciones sumarias, incluidas las torturas, fueron necesarias y son explicables en el contexto de la guerra. Yo no era el jefe de las hermanitas de la caridad, señores. Yo era el jefe de una organización guerrillera que había jurado “lucha y socialismo o muerte”, y quienes renegaron de la lucha y del socialismo (o al menos así nos pareció a nosotros en aquel momento), traicionaron a la revolución y pagaron con sus vidas porque ese era el compromiso acordado. Todos ellos fueron juzgados por las leyes de nuestra organización en guerra.
Explicado todo esto, mis detractores tendrían que retractarse y pedirme disculpas públicamente o atenerse a las consecuencias. Ya lo dijo el comandante Fidel Castro: “El brazo de la justicia popular y revolucionaria es largo y nunca olvida”. Recuérdenlo, señores: ahí están todos esos traidores infiltrados, lacayos del imperialismo norteamericano, oligarcas criollos, militares fascistas, intelectuales pequeñoburgueses vacilantes, empresarios y diplomáticos extranjeros que, en nombre de la revolución, secuestramos y matamos sin que nos temblara jamás la mano porque la razón estaba de nuestra parte.
Yo no oculto nada. Yo soy marxista y Marx dejó escrito que “el odio de clases es el motor de la historia”. Yo soy marxista y Marx dejó escrito que “la violencia es la partera de la historia”. Odio y violencia para redimir al pueblo, al proletariado. Eso siempre estuvo en nuestros manuales básicos. No me vengan a decir ahora que se puede ser revolucionario y socialista, como lo exigen nuestros estatutos, sin odiar implacablemente y sin aplicar la violencia contra el traidor y el enemigo de clase. ¿Dónde está entonces mi delito? ¿De qué debo avergonzarme o arrepentirme?
Yo soy un revolucionario. Esa es la verdad. Eso es lo que fui y seguiré siendo toda mi vida. Y a nadie se le puede acusar de ser consecuente con sus propias convicciones. Precisamente por eso es que en este momento de soledad le pregunto al hombre triste y angustiado que me mira desde el espejo: si todo esto es tan claro, comandante, si todo esto está dicho, proclamado, escrito, firmado y actuado a los cuatro vientos, ¿por qué guardas silencio y te escondes en esta hora decisiva... a qué le temes, comandante?
Esa denuncia es muy grave y ha comenzado a provocar crecientes ataques de mis enemigos, pero también distanciamientos de nuestros simpatizantes y suspicacias en nuestras propias filas. No hay día ni hora en que no se pregunte por aquellos muertos y por sus tumbas. Los veinte puntos de ventaja de mi partido se evaporaron de pronto como por arte de magia; sospecho incluso que algunos miembros de mi plana mayor, aunque todavía no lo digan abiertamente, han comenzado a responsabilizarme por esa pérdida.
De hecho, los estrategas de nuestra campaña me han borrado de los spots, de los afiches y los discursos; es más, me da la impresión de que mi propio compañero de fórmula y sus amigos huyen de mí como de la peste y parecen haber olvidado hasta mi nombre. Lo que debo hacer entonces ante el país entero, y con la frente en alto, es aclarar lo que sucedió con aquellas ejecuciones sumarias, y demandar a los calumniadores ante los tribunales competentes.
Porque esas más de mil ejecuciones sumarias, incluidas las torturas, fueron necesarias y son explicables en el contexto de la guerra. Yo no era el jefe de las hermanitas de la caridad, señores. Yo era el jefe de una organización guerrillera que había jurado “lucha y socialismo o muerte”, y quienes renegaron de la lucha y del socialismo (o al menos así nos pareció a nosotros en aquel momento), traicionaron a la revolución y pagaron con sus vidas porque ese era el compromiso acordado. Todos ellos fueron juzgados por las leyes de nuestra organización en guerra.
Explicado todo esto, mis detractores tendrían que retractarse y pedirme disculpas públicamente o atenerse a las consecuencias. Ya lo dijo el comandante Fidel Castro: “El brazo de la justicia popular y revolucionaria es largo y nunca olvida”. Recuérdenlo, señores: ahí están todos esos traidores infiltrados, lacayos del imperialismo norteamericano, oligarcas criollos, militares fascistas, intelectuales pequeñoburgueses vacilantes, empresarios y diplomáticos extranjeros que, en nombre de la revolución, secuestramos y matamos sin que nos temblara jamás la mano porque la razón estaba de nuestra parte.
Yo no oculto nada. Yo soy marxista y Marx dejó escrito que “el odio de clases es el motor de la historia”. Yo soy marxista y Marx dejó escrito que “la violencia es la partera de la historia”. Odio y violencia para redimir al pueblo, al proletariado. Eso siempre estuvo en nuestros manuales básicos. No me vengan a decir ahora que se puede ser revolucionario y socialista, como lo exigen nuestros estatutos, sin odiar implacablemente y sin aplicar la violencia contra el traidor y el enemigo de clase. ¿Dónde está entonces mi delito? ¿De qué debo avergonzarme o arrepentirme?
Yo soy un revolucionario. Esa es la verdad. Eso es lo que fui y seguiré siendo toda mi vida. Y a nadie se le puede acusar de ser consecuente con sus propias convicciones. Precisamente por eso es que en este momento de soledad le pregunto al hombre triste y angustiado que me mira desde el espejo: si todo esto es tan claro, comandante, si todo esto está dicho, proclamado, escrito, firmado y actuado a los cuatro vientos, ¿por qué guardas silencio y te escondes en esta hora decisiva... a qué le temes, comandante?
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